domingo, 1 de abril de 2018

Para mi fe (con mi teología),

   los muertos no existen. 

     Pasaron por la muerte y resucitaron; pasaremos por la muerte y seremos resurrección, vida plena en el ámbito misterioso de la plenitud de Dios. Todos los muertos son “aquellos muertos que no mueren”, porque son resucitados. La muerte, por la que “pasamos” (toda muerte es pascual), nos es connatural, ciertamente. Nacemos para vivir y este vivir, tan hermoso y tan precario, pasa por la muerte; hijos del barro somos, la caducidad nos acompaña como una sombra envolvente. La resurrección es puro don gratuito del Dios de la vida.

     Creyendo en la resurrección, la muerte no deja de ser “el mayor de los males”, según la confesión del adagio latino. Todos los miedos humanos se reducen, en última instancia, al miedo de la muerte. Morir siempre es un misterio de sombras, de ruptura, de trauma existencial; “una aventura” radical, la más radical de todas, “como un acantilado del cual hay que lanzarse con los ojos cerrados”.... “con una humilde esperanza de que abriré los ojos”. 


Tomado de Casaldáliga.

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